Juana de Arco, una mujer de guerra
Un 6 de enero de 1412, en una pequeña comunidad francesa en Domrémy, nació Jeanne D’Arc (Juana de Arco) en el seno de una familia campesina acomodada. La joven vivió en el contexto de la Guerra de los Cien Años, la cual enfrentó al primogénito de Carlos VI de Francia con Enrique VI de Inglaterra por el control del trono francés.
Con tan solo trece años, Juana enfrentó una serie de visiones “divinas”, las cuales le cambiarían la vida por completo; según sus declaraciones, San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita le aconsejaron llevar una vida devota y piadosa, misión que ella lideraría al frente del ejército francés.
A pesar de sufrir el rechazo del príncipe Carlos en diversas ocasiones, la delicada situación que atravesaba Francia obligó al monarca a confiar en Juana, quien lideró una milicia de más de cinco mil hombres y que consiguió derrotar al enemigo y levantar el cerco de Orleans, victoria que permitió que en 1429 Carlos VII de Francia fuera coronado.
Tras cumplir su cometido, Juana dejó de escuchar las voces de aquellos santos y decidió regresar a casa, deseo que se vio interrumpido por la insistencia de sus superiores, que solicitaron su presencia en el ataque contra París de ese mismo año, lugar donde fue capturada por los borgoñones.
Esto llevó a que un 30 de mayo de 1431, con tan solo 19 años, la joven fuera ejecutada. Vestida de blanco, sus carceleros la llevaron a su destino final; una plataforma de madera especialmente montada para ella, la atacan con sogas a un enorme palo que se erige hacia el cielo, en la plaza del Mercado Viejo de Ryan, Francia.
La leña se encuentra apilada, en espera de lo que será una gran fogata humana. Ante la macabra situación, Juana pide a los frailes Martin Ladvenu e Isambart de la Pierre que colocan un crucifijo ante sus ojos, sin embargo no tienen ninguno.
Conmovido por la escena, un soldado inglés se conmueve y rompe su bastón para improvisar uno, pone esa cruz frente a Juana y ella la besa.
Cuando las personas comienzan a reunirse en el lugar, dan la orden de encender el fuego, por su parte Juana, aguanta el calor inicial y después el horror llega acompañado de sus alaridos en los que se les escucha llamar a Jesús.
Geoffroy Thérage, su verdugo, está aterrado. Teme las maldicones que puedan caerle por quemar viva a una mujer a la que muchos consideran “santa”.
Una vez que Juana está enteramente chamuscada por las llamas, dejan expuestos sus restos. Luego, con aceite y brea, vuelven a quemarlos dos veces más; una lección para que nadie vuelva a desafiar las reglas.
Acto seguido, revuelven las brasas ardientes para que no queden dudas de que Juana de Arco se ha convertido en ese polvo caliente, no quieren que el público invente que ella ha escapado de su sentencia. Juntan sus cenizas y para que los presentes no puedan conservarlas como reliquias, las arrojan al río Sena.
A pesar de que no quería que Juana de Arco se convirtiera en una heroína, hasta la fecha es recordada como una.